10/11/09

India

Lunes 2 de noviembre - Bombay

Pues nada, ya hemos llegado. El vuelo con Turkish bastante bien, incluso he conseguido dormir un poco en el avión. Hemos llegado a eso de las 5 de la mañana, eestábamos en el taxi a las 6 y algo y en el hotel a las 7. Bombay está lleno de taxis, una pasada. En el hotel tenían una habitación libre (no ha habido que esperar hasta las 12), pero para las 8 ya estábamos en marcha. Por Bombai hemos paseado bastante la gente no es excesivamente pelma (en general), así que bien. Lo primero esta mañana ha sido desayunar. Ha habido que esperar porque la pastelería a la que queríamos ir (Theobroma) abría a las 9). Luego paseo por Colaba, que es la zona más al sur de Bombai. Hemos estado en el Gateway of India, que es de donde salen los barcos a Elephanta Island, y por donde entraron los terroristas que tomaron el hotel Taj el año pasado (26/11/08). El hotel estaba cerrado, no se si porque lo tienen que renovar o porque ya no hay turistas que quieran ir para allá. Por lo demás en Colaba mucha casa colonial, y bastante calor. El lunes parece ser que la gente cierra, así que dentro de lo que cabe no había demasiado ajetreo.

Por la tarde, visita al Chor Bazar (bastante más al norte, y hemos ido a pata), a ver si encontrábamos algún armario. Hemos encontrado uno bien chulo (7000 rupias - 100 euros) aunque ellos no hacían envíos, así que al final no lo hemos pillado. Por la noche cena en el restaurante Indigo. La pera. Sopa de langosta y cangrejo, y risotto de setas con aragula (qué es eso?) que estaba para morirse. El postre la leche (Goolay de chocolate con Parfait de Grand Marnier).

Poco más que reseñar, cerca del hotel hemos pillado un mercado con puestos regionales de la India y música, no mucho más. Bueno sí, me ha sorprendido la cantidad de musulmanes que hay, la verdad es que no lo esperaba.

Martes 3 de noviembre - Bombay

Nos hemos quedado dormidos del cansancio. Cuando hemos espabilado hemos ido a desayunar (otra vez a la pastelería de ayer), y luego hemos pillado un barco a Elephanta Island. 120 rupias ida y vuelta. En la isla hay unas cuevas de hace más de mil años para el culto a Shiva. Las figuras en la piedra eran bastante impresionantes. Por lo demás la isla está llena de monos que se dedican a levantarle a la gente la comida.

Al bajar de las cuevas me he pillado una cerveza. En el barco me dolía un poco la cabeza y pensaba que era la combinación de cerveza y calor, pero más tarde leyendo la guía de la India he visto que a las cervezas indias les echan un conservante que produce dolores de cabeza, y que hay un truco para que quitáreslo antes de beberla. A buenas horas.

Al bajarnos del barco hemos ido a comer, y hemos ido a otro restaurante de la misma gente del Indigo y me he zampado un besugo rebozado en semillas con alubias verdes y puré. La leche.

Por la tarde paseo, y a la estación, a coger el tren nocturno a Ahmedabad. Nos han dado un compartimento con 2 literas, y la verdad es que el viaje se ha hecho muy bien.

Miércoles 4 de noviembre - Ahmedabad

Llegada a Ahmedabad a las 6 y cuarto, hemos dejado las mochilas en consigna y luego al Templo de Swaminarayan. De ahí sale una visita diaria de 2 horas y media organizada por el ayuntamiento, en la que te llevan or varias callejuelas y te enseñan varios templos. Totalmente recomendable, sobre todo porque entras en unos templos a los que no entrarías de normal. En el Templo de Swaminarayan ha coincidido que cuando hemos entrado estaban todos rezando y cantando, la verdad es que ha sido un espectáculo. Los hombres se ponían delante, las mujeres detrás, y nosotros a mirar. Los monjes iban vestidos en plan hare krishna, increíble. La guía nos ha dicho que el templo era el primero de ese estilo en el mundo, aunque era un templo hinduísta. Debe ser que dentro del hinduísmo tienen mogollón de subgrupos diferentes.

La visita ha acabado en una mezquita en la que los viernes se reunen 10000 fieles a rezar.

A la hora de comer hemos ido al Restaurante Toran, donde básicamente te van rellenado todos los cuencos que acabes hasta que revientes. Todo buenísimo y por 4 euros (refrescos incluídos) hemos comido 2. La leche. Al final me he hecho una foto con el hombrecillo (muy simpático) que me ha rellenado unas 10 veces el cuenco del arroz con leche.

Por la tarde más paseos por Ahmadabad, y cena en el restaurante del Hotel ZX. El curry afgano estaba de miedo y nos ha vuelto a costar unos 4 euros todo. Después caminata hasta la estación para pillar el tren nocturno a Udaipur.

Jueves 5 de noviembre – Udaipur

A las 8 ha llegado el tren, hemos ido al hotel y a eso de las 10 ya tenían habitación. Udaipur la leche, el palacio es enorme y el templo que hay en medio del pueblo increíble. Encima, hay personajes muy variopintos en las escaleras a la entrada. Además hay un lago enorme, y en medio hay un palacio que es enorme y han reconvertido en hotel de lujo. Debieron usarlo como escenario en Octopuss, ua peli de James Bond (tendré que verla).

Comida en el restaurante Sunrise por 4 duros y paseo por la tarde hasta donde se pillan las barcas para pasear por el lago. De camino nos hemos topado con una tienda de muebles y esta vez si que ha caído el armario y un marco de espejo. Cuesta más el envío a Europa que lo que hemos comprado, pero en fin, merece la pena (si llega). La gente de la tienda parecía seria, así que espero que el envío llegue sin demasiadas historias. Con la compra de los muebles se ha hecho tarde y hemos dejado la excursión en barca. Cena en Maxim´s Café, otra vez baratísimo. El servicio la leche, incluso te decían qué verduras tenían frescas y cuáles no, para que pidieras en consecuencia.

A las 22:00 al templo, que se ponían a rezar, y luego a dormir.

Viernes 6 de noviembre – Udaipur

Por la mañana de compras por Udaipur, y a mediodía curso de cocina. Hemos aprendido a hacer 2 curries, sopa Dal, y unos cuantos tipos de pan. Luego nos lo hemos zampado. Hemos comprado un montón de especias para poder cocinar a la vuelta, a ver si sale.

Por la tarde algún paseo más y a la estación para coger el tren a Bundi, donde hemos llegado a las 11. El tren era bastante lento, así que he aprovechad para acabar ´Tokyo blues´, de Murakami. Al llegar nos han intentado chulear con el precio del taxi y también han intentado que fuéramos a otro hotel, pero esta vez ha salido bien. Hemos acabado donde queríamos (Hotel Bundi Haveli), que por cierto, está muy bien.

Sábado 7 de noviembre – Bundi

No está mal Bundi, eso si un calor de la leche (para variar). El palacio es muy chulo, y al fuerte ni nos hemos molestado en subir, porque nos habríamos achicharrado.

Por lo demás hemos terminado comiendo en el RN Haveli, que es básicamente una casa reconvertida en hotelillo. Lo llevan una madre y sus dos hijas, que pasan cuatro pueblos de casarse como dictan las costumbres por aquí, y llevan el negocio a pesar de todos los problemas que les supone. El caso es que el padre de la familia murió hace años y la madre decidió empezar este negocio para salir adelante, a pesar de que eso aparentemente no está nada bien visto por estos lares. Pues nada, la comida estaba bien buena, y la casa llena de gente, así que parece que el negocio funciona. Mientras esperábamos la comida la señora nos dio un par de artículos en prensa sobre su negocio. El que más me impresionó fue un reportaje en el Los Angeles Times, escrito por Terry Ward. Me quedé con el nombre del artículo y me lo he bajado de Internet, ahí va:

“It was May, exactly a year since I’d packed up my things and bid farewell to Orlando, Fla., to travel the world. India was my final stop. Friends and family had questioned my motives before I left home. “What are you searching for?” they asked. “Aren’t you just running away from the real world?”
Now, in a remote corner of Rajasthan, India, it was the locals who were having their say.
At a roadside truck stop near the town of Bundi, a Punjabi Sikh with a tight crimson-colored turban and a belly that hung over his lunch had some questions for my driver, Shyam. Between bites of daal, he bellowed in Hindi and waved his massive hands in my direction, as if shooing a fly.
“He is asking if you are having husband and I tell him, ‘No, in your country the program is different,’ ” Shyam said. “I tell him you are having boyfriend only.”
“This man, he says your system is like animal system,” Shyam continued. “You are going out finding husband for yourself, just like a donkey in the field.”
No matter where you come from or where you go, when you do things differently the world asks why.
“I wouldn’t mind talking to some Rajasthani women sometime,” I said to Shyam as we drove away from the leering truckers.
“As you wish, madam,” he replied. The slightest twinkle in his eye made me realize he already had somebody in mind.
The desert road climbed slightly, the Indian-made ambassador hugged a tight turn, and the town of Bundi was revealed to us like a splinter of turquoise in a bronze gorge—a Lego landscape of blue block houses, spiked with the steep domes of Hindu temples and the odd minaret of a mosque. Homes built into the side of the gorge cascaded down the hillside toward the center of town like a concrete waterfall.
Overlooking it all stood Taragarh Fort, a stealthy sentinel with graceful cupolas and striated, crenelated walls the same sandy tone as the rocky surroundings.
After Shyam and I drove under an elaborate arch on Charbhuja Road, Bundi’s main thoroughfare, the paved street grew progressively narrower. We pulled over to let pack mules file by, their sidesaddles overloaded with bricks and rubble. A cow ladled black gunk from the gutter into its mouth with a bubblegum-pink tongue. A mother and daughter took turns pushing a well lever to send water splashing into copper urns. The scenes were more typical of a village than a city, despite Bundi’s population of 88,300.
Anticipating Shyam’s usual onslaught of commission-based hotel recommendations, I began scanning the alleys for guesthouses suggested in my guidebook.
“The place I bring you is not in the guidebook,” Shyam said.
“Does it have air conditioning?” I asked. The oppressive three-digit temperatures dictated some primal needs.
“No, but you will like it. Is very cheap, very friendly. First you see.”
We pulled onto a side street that ended in a narrow cul-de-sac, and a gaggle of children circled the car to ogle the Westerner within. In front was an old haveli, a traditional house with an inner courtyard where women could convene away from the prying eyes of the outside world.
The house, swathed in cornflower-blue paint, was embellished with colorful paintings of elephants and horses. Scrawled in dark blue letters over the doorway was the word “WELCOME.”
I followed Shyam into a darkened foyer, where three women sat on the floor sifting wheat through metal sieves and collecting the grains on a large brass platter. A mother and her daughters: The family resemblance was obvious in their round faces and curious eyes.
They started when they saw us. Then, with a flurry of excitement, they sprang to their feet and welcomed us inside.
Arachana Sharma, 22, the eldest daughter, introduced me to her mother, Kamla, and her sister, Rachana, 19. Kamla wore a pale green sari with a matching choli, a tight-fitting, cropped blouse worn beneath the layers of sari fabric. Her hair was pulled back in a loose braid, and a diamond sparkled in the smooth indent atop one nostril.
Her daughters were dressed in floral-patterned salwar kameez outfits, flowing tunics worn over loose, pajama-style pants. The women led me to a simple room with an attached bathroom and a large queen mattress stuffed with sheep’s wool.
“We build this just for the foreigner,” Arachana said, proudly showing me the Western-style toilet. “I hope you are happy here.”
The room, simple and clean, was decorated with neon-hued framed images of two Hindu deities. A fan churned hot air.
I asked the price.
“One hundred fifty rupees,” Arachana said. About $3.
Sweat tickled my back. The guesthouse felt like a brick oven. But an inner sense told me I’d found more than just a place to sleep. It’d be worth forgoing air conditioning to stay in an Indian home.
“Acha,” I said, using the Hindi word for OK, and set down my bags.
Shyam and I sat in the living room while the women prepared chai, tea served milky and spiced with black pepper and cardamom seeds.
Their home, a 250-year-old haveli, had been in the Sharma family for eight generations. The living room walls were indented with shallow alcoves that housed fake flowers and family photos. Trap doors in the floors concealed subterranean safes. And the spindle over the doorway, Kamla told me, was once used by servants to operate a hand-turned fan.
They are Brahmans, from India’s highest caste, Shyam explained. According to ancient ascetics, Hinduism’s four major castes arose from different parts of Brahma, the creator. Brahmans, traditionally priests and teachers, came from his mouth. Members of the Kshatriya caste, the warriors, sprang from his arms. Vaisyas, mostly merchants and farmers, emerged from Brahma’s thighs. And Sudras, the laborers, from his feet.
A guest book on the table was full of comments from past visitors, and I browsed it curiously. A Canadian traveler wrote about “Mama-ji’s mango chutney.” An Englishman marveled at having the fort to himself at sunset. But it was a short sentence penned by a San Franciscan that caught my eye. “This girl-power guesthouse is an amazing place. If you hear Kamla, Rachana and Arachana’s stories you will be amazed.”
As we sipped chai, the women began to talk.
Arachana and Rachana had worked as teachers until their mother opened the guesthouse in 2003. Thousands of foreign visitors arrive in Bundi each year, and the Sharmas weren’t the first to abandon their traditional livelihoods for a stake in the burgeoning tourism trade. But they were the first women in town to open their own guesthouse, and they faced a good deal of criticism.
“Before, Mama is selling wheat and vegetables from our agricultural field,” Rachana told me, as her mother reclined nearby. “Then for three years the monsoon is very bad and there were not so many things growing, so we decide to make our home a guesthouse.”
They named it R.N. Haveli, after their father, Ramnandan Sharma, who died of a heart attack in 1988 when Kamla was 36, leaving her with four small children.
“Life is very hard when my husband died,” Kamla said. “The neighbors and family is saying I must be sad only, and not to work. But how can I feed my children?”
“Everybody is giving Mama the pressure,” Arachana said. “They ask her why is she working. And now they are saying that women shouldn’t be having a guesthouse, with foreign men as guests. Mama was very stressed. Then she is getting the power. I think God is giving her the strength.”
I’d been in India for three weeks, and it occurred to me that the guesthouse was the first place I’d stayed where all the proprietors were women.
“The neighbors are always talking. They ask Mama why me and Arachana are not married,” Rachana said. “They give Mama big problem with this, why she is not finding a husband for us.”
“Some things in India are very good, some things are bad,” Kamla interjected calmly.
“If the neighbors see me talking to a foreign boy, a guest, on the street, they say bad things about me to Mama, and I have to cry,” Arachana said. “But Mama says you can’t be making worries about what other people say.”
The pressures they talked about made me think about my life—easy by comparison—and the demons I battled as a 29-year-old woman notorious among my own clan for straying from society’s most-accepted path: getting married, securing a stable job and having children. The pressures we faced from our individual cultures seemed at once similar and different.
I recalled the strange looks I had received from friends and family when I announced I was off to India alone, thankful that those few perplexed glances had been the sole obstacle to my journey.
The next day, Arachana took me to Bundi’s bazaar.
We dodged roaming livestock as we wound past stalls. Clouds of steam rose from iron vats where men stirred boiling milk and sugar into an Indian sweet called barfi. Wearing nose rings that hung from their nostrils to their chins, women in red and yellow saris admired sparkling bangles under the shade of a thatched umbrella.
Arachana smiled at an acquaintance in the crowd.
“If I am walking with you, it is no problem,” she said, “but when I am walking with foreign boy, then people are talking too much. Life is too much difficult for the woman in India. In your country there are so many freedoms for the women and the girls.”
I didn’t doubt our freedoms, but she didn’t know what she was teaching me: that society pressures you no matter where you are.
From a rampart high above the city in Taragarh Fort, we watched dusk fall on Bundi. As shades of gray slowly diluted the blues of the Brahman homes until they faded and twinkled with lights, Arachana told me a heart-wrenching story about her neighbor, a girl who had been in an arranged marriage just five days when her husband killed himself.
“It is big tragedy for this girl,” Arachana said, explaining how the 16-year-old would never be allowed to remarry. Her status as a widow had relegated her to the fringes of society before she had reached a woman’s age.
“Mama is feeling very sad for this girl, so she offered to adopt her. Then the girl can get married again, and Mama is taking the shame,” Arachana said.
It must have taken a lot of courage for Kamla to make such a proposal.
“But the family, they are Rajputs,” she continued, referring to Rajasthan’s proud warriors, “and they say no.” Now the young widow would suffer the consequences for the rest of her life.
Arachana watched my eyes widen as my Western mind scrambled for a solution. But in the closed ranks of Rajasthani society, the door had long since slammed shut. I felt a flash of the nameless girl’s pain. The thought of such external forces controlling my destiny was beyond my comprehension.
On my last night in Bundi, I joined Kamla and her daughters in their small kitchen for a cooking lesson.
Kamla wielded her spice tray like a painter’s palette, demonstrating the various proportions of chili and turmeric to add to the lentils to make the perfect daal. Many Brahmans are strict vegetarians and even eggs are prohibited. Rachana showed me how to make chapati, rhythmically kneading a ball of dough made from flour and water before slapping it between her palms-thwack, thwack, thwack-and tossing it into a scorching cast-iron pan. Arachana sat on the floor to slice okra, and Rachana teased her, saying she looked like a village girl.
“Do you have a stone floor like this in your kitchen too?” Arachana asked. “And when you have no ice, can you go ask a neighbor?”
“Ice ice baby,” sang Rachana with a giggle, echoing the lyrics of a popular Western hip-hop song. We three women could share so much and so little.
After dinner, we sat in the backyard watching white-faced monkeys swing through a banyan tree. A neighbor appeared at the fence to ask a favor of Kamla, who was thumbing through the pages of a thick white book, a collection of short biographies and photos of boys from her sub-caste. She was looking for a husband for Arachana. “Not for now,” Kamla said, “for someday.”
I asked Arachana if she wanted to get married.
“Yes, someday, maybe when I am almost 30, then I am getting married,” she said with a smile, and her mother nodded her approval. “For now, running this guesthouse is my big dream.”
I asked her how she felt about her mother choosing her husband.
“I think your system is the best,” Arachana began. “Here parents try. Better to self try. But Mama knows me, and she knows what kind of boy I am liking.”
“What if you fall in love?” I prodded, too curious to resist a typically Western question.
Arachana cocked her head, a gesture I’d seen many times in India, a slight dip of the forehead with a piercing look that said neither yes nor no. I never knew how to interpret it; this time I figured she didn’t understand the concept. Then she said something that told me she did.
“One time there is a boy staying here, a photographer from Italy. He is taking many photographs of me and Rachana. He is a nice boy,” she said. “But Mama is saying to me, ‘He is not from your caste.’ ” She cocked her head again, and her eyes said it all: Her world was hers and my world was mine.
But there was one thing I knew we shared: Our diverse gods shower us all with struggles and rewards.
You needn’t travel halfway around the world to figure that out, someone might say. But I’m glad I did.”
Por la noche cena en el Hadee Rani, otro hotelillo. Estuvimos charlando un buen rato con Chintu (el dueño), mientras veíamos el palacio y el fuerte desde la terraza. Todo muy chulo.

Domingo 8 de Noviembre – Pushkar

A las 9 salía el bus a Pushkar, así que hemos madrugado un poquillo. El billete del bus no te lo venden hasta 15 minutos antes de que salga el autobús (lo intentamos comprar el día anterior y flipaban), una vez que estas en el bus, lo de siempre. Paradas continuas, vendedores de cualquier cosa que se suben al autobús, lo de siempre. A las 2 hemos llegado a Pushkar y hemos ido al hotel a dejar los trastos.
Después del hotel hemos ido al templo Sij de Pushkar. Era todo de mármol blanco, tocaba descalzarse (lo habitual) y lavarse las manos (nunca había visto esto). No se podían hacer fotos, pero vaya, el sitio no dejaba de ser curioso. Eso sí, en el interior no tenían ninguna figura a la que veneraran ni nada por el estilo.
Después del templo hemos ido al Café Vagabond. Lo abrió hace 9 días un chico de Los Angeles que se ha venido a la India. El caso es que le mola la cultura, aprende a tocar el tambor indio, y no se qué más, y ha dejado el estrés de California por la India.
Paseo por Pushkar, donde hemos terminando comprando gee a unos chavales que no nos dejaban en paz. Como no les íbamos a dar dinero, han aceptado dejarnos tranquilos si les comprábamos comida.
Cena en el Rainbow restaurant, el hummus estaba bien bueno.

Lunes 9 de Noviembre – Pushkar – Ajmer

Más paseos por Pushkar, ha caído otro armario, aunque éste nos lo llevamos en mano (6 kilos). Por lo demás visita al templo Brahma (según la Lonely Planet el primer templo Brahma del mundo), compra de alguna camisetilla y poco más.
Hemos comido en un restaurante que se llama Money & Spice, donde sirven comida biológica. Estaba todo de miedo.
Por la tarde hemos ido a Ajmer, ya que de ahí salía el tren a Jaipur. Desde Ahmedabad no veía tantos musulmanes. A pesar de que el sitio no es nada turístico (éramos los únicos guiris), la Dargah (mezquita de Ajmer) era la leche. Ahí está la tumba de Mu'īnuddīn Chishtī, y el interior es increíble. Está lleno de gente, es como una ciudad en pequeñito, la leche.
A las 20:30 tren a Jaipur.

Martes 10 de Noviembre - Jaipur

No es que me haya emocionado este sitio. La calle es un caos, el aire un desastre, en fin, he acabado tosiendo sin parar. Lo único que se salva es el palacio de Jaipur aunque tampoco me ha parecido la leche, y sobre todo el Jantar Mantar, que es un observatorio astronómico en medio de la ciudad con mogollón de instrumentos de medición, eso si que ha sido chulo.

Miércoles 11 de Noviembre - Agra

Madrugón para pillar el tren a Agra, que hoy tocaba ver el Taj Mahal. 5 horas de tren y unas 7 horas para ver Agra antes de pillar el tren a Delhi. En la estación lo de los taxistas y los Rickshaws es la pera, se ponen detrás de una verja a ver a los turistas llegar y repartírselos. Hemos dejado los bultos en la consigna de la estación, y directos al Taj Mahal.

El Taj Mahal es tan alucinante como dicen o más. El único pero es que ha salido el primer día nublado del viaje, el día que no tocaba. Una pena para las fotos. Pues nada, mármol por todos lados, incrustraciones en piedras semi-preciosas, la caña. A la hora a la que hemos llegado nosotros ya estana petado de turistas, seguro que es mucho mejor plantarse a primera hora. La verdad es que me ha dado pena irme, de lo bonito que era el sitio.

Por la tarde viaje a Delhi. El único tren con retraso que hemos pillado en todo el viaje, menos mal que en Delhi nos estaba esperando un taxi del hotel. En el hotel nos han recibido con coronas de flores, la pera.

Jueves 12 de Noviembre & Viernes 13 de Noviembre - Delhi

Pues nada, esto se acaba. Hemos aprovechado para hacer las compras de última hora y pasear un poco por Delhi. La ciudad es enorme, y cuesta un montón llegar a los sitios. A pesar de tener metro no es que las cosas queden muy cerca.

El jueves visita al Fuerte de Delhi, a la mezquita de Jama Masjid (la pera, después me he enterado de que era la más famosa de la India), y a unos cuantos bazares.

El viernes visita a la parte nueva de Delhi, que es donde están los edificios oficiales. Hemos estado en el sitio en el que asesinaron a Gandhi, que explicaba un montón sobre su vida. La verdad es que era muy interesante, no me gusta nada leer biografías, pero ésta es una que debería estar muy bien. Comida a toda leche y corriendo a ver la tumba de Humayun, qunque hemos llegado a las 17:30 y acababan de cerrar. Una pena. Lo poco que hemos visto desde la lejanía prometía, es otro templo de arquitectura mogol (como el Taj Mahal).

Después al hotel a por los trastos y al hotel a matar el tiempo, que el vuelo de vuelta salía a las 5 de la mañana (aunque en realidad ha salido con retraso de 3 horas y no hemos dormido nada...).

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1 comentario:

Elena dijo...

Qué chulo tiene que estar siendo vuestro viaje!!!, me he entretenido un rato leyendo tus anécdotas. Hay que ver lo barato que se come por estos paises. Además me ha dado un montón de envidia lo de los muebles indios, yo quiero!!!!si lo llevo a saber te encargo el marco para el espejo por lo menos. Además veo que sigues hablando con "hombrecillos" que regentan hoteles y casas de huéspedes, jeje. Yo también me leí ese libro de Murakami, es curioso, no he visto un tío más depresivo al escribir, y sin embargo sus libros enganchan un montón, creo que ha sacado uno nuevo, a ver si me lo pillo. Bueno, disfrutad mucho de los días que quedan. Besos para tí y Gaby. PD: soy la única lectora de tu blog? venga hombre, el que lo lea que se anime a hacer comentarios!